Cambiar de género, de raza o incluso elegir la "indefinición" sexual son hoy opciones posibles; la cultura de masas ya refleja el fenómeno
Por Sebastián Ríos | LA NACION
"Definitivamente, no soy blanca", dijo la activista de la Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color, Rachel Dolezal, en una entrevista concedida a la NBC luego de que sus padres hicieran públicas fotos de ella de niña, en la que el claro color de su piel y el pelo rubio contrastaban con su actual tez morena y su pelo afro. "Soy más negra de lo que soy blanca. Esa es la respuesta precisa desde mi verdad", agregó Rachel. Pero su elección va más allá del color de piel y del peinado: tiene que ver con la adopción voluntaria de una identidad como miembro de la comunidad afroamericana, dentro de la cual incluso llegó a ocupar una posición destacada.
La decisión de Rachel Dolezal llama la atención sobre la flexibilidad que puede hoy adoptar la identidad o, más precisamente, ciertos rasgos constitutivos cuyo cambio resulta visible ante la mirada del otro. ¿Se puede nacer dentro de una familia de orígenes alemanes y suecos, como Rachel, y de un día para otro convertirse en un prestigioso integrante de la comunidad afroamericana? O, del mismo modo, ¿se puede dejar de ser hombre para ser mujer y, luego, volver a ser hombre o incluso adoptar un lugar por fuera de esta clasificación binaria?
"Esto de la reversibilidad está clarísimo: alguien puede tomar dosis de hormonas seis meses, dejarlas, retomarlas, volver a tener la regla, quedar embarazado... En principio, nada impediría que alguien pudiera estar en un proceso de producción y modelación de género", opinó el filósofo Paul B. Preciado, en una entrevista reciente. De hecho, Preciado, que hasta hace no mucho tiempo firmaba sus libros con su nombre de cuna, Beatriz, hizo la experiencia de tomar testosterona para cambiar sus caracteres sexuales secundarios, para luego registrar lo vivido y sus reflexiones en el libro Testo Yonqui.
La reversibilidad o transitoriedad de género es justamente el eje de las críticas que recibió Bruce Jenner, célebre atleta -también conocido por ser el padrastro de la modelo Kim Kardashian-, al presentarse como transgénero con el nombre de Caitlyn. Voces del feminismo criticaron entonces -como ha ocurrido en otros casos similares- que Caitlyn no es, "en esencia", una mujer por no haber sufrido la discriminación asociada al hecho de ser mujer, y por el hecho de que, si lo deseara, podría volver a su género anterior.
El itinerario de vida transracial recorrido por Rachel Dolezal recibió críticas de igual carácter que el cambio transgénero de Caitlyn Jenner. Rachel estudió en la Universidad Howard (una de las de mayor prestigio para la gente negra) y se casó luego con una persona con un color de piel tan oscuro como el que ella lucía cuando llegó a ser presidenta de la Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color de Spokane (Washington). Pero al conocerse las fotos de su infancia, su autoidentificación racial fue criticada no por tratarse de un engaño: se señaló que Rachel puede quitarse el maquillaje y escapar a la aún hoy vigente discriminación asociada al color de piel.
"El problema con los blancos que eligen identificarse como negros es la posibilidad de que estén adoptando una cultura sin sus cargas", opinó Jamelle Bouie, periodista especializado en política y raza de la revista norteamericana Slate.
Pero más allá de las críticas, el cambio consciente y buscado de aspectos constitutivos de la identidad de una persona deja de a poco de ser considerado algo impensable o, incluso, "antinatural". En ese cambio, un jalón crucial fue, en la Argentina, la ley de identidad de género, que no sólo permite que una persona adopte un nombre en sintonía con su género y no con su condición biológica de hombre o mujer, sino que incluso garantiza que los tratamientos de reafirmación de sexo sean gratuitos y, por lo tanto, realmente accesibles.
"Lo más destacable de la ley es que legítima la percepción subjetiva y personal de cada individuo acerca de su identidad de género -comentó Adrián Helien, coordinador del Grupo de Atención a Personas Transgénero del hospital Durand-. Antes, si una persona quería validar su identidad de género, que no siempre coincide con el sexo biológico con el que se nace, debía recurrir al sistema judicial que indicaba exámenes para validar quién era. Hoy, las personas son autónomas y pueden definir su propia identidad."
La mayor libertad para construir la propia identidad sexual no sólo se limita a la adopción de un género que se vive como propio aun habiendo nacido con los caracteres sexuales opuestos. Helien señala la consulta cada vez más frecuente de personas, generalmente jóvenes, que no se identifican ni con lo masculino ni con lo femenino: "El gender queer nos pone de cara con el hecho de que evidentemente el binario varón-mujer no alcanza para definir a todas las personas", agrega Helien, autor del libro Cuerpos equivocados.
Es el caso de Shamir Bailey, cantante pop de Las Vegas. Su voz y apariencia andrógina se confirma en sus propias palabras: "No tengo género ni sexualidad ni me importa", tuitea Shamir, quien suele subir a escena con una remera que reza: Gender ir over. "Vemos en la consulta personas que no se identifican ni con lo masculino ni con lo femenino, y que quizás eligen tomar hormonas para vivir en el mundo femenino o en el masculino, pero sin que ello implique un cambio de su genitalidad", agrega Helien.
Una mayor flexibilidad en la identidad sexual incluso puede generar desconcierto dentro de movimientos que luchan por la diversidad sexual con categorías rígidas, como ilustra la serie Sense8 de los hermanos Wachowski (uno ya no es Larry, sino Lana) que acaba de estrenarse en Netflix. Nomi Marks, uno de sus personajes, es una transgénero en pareja con una mujer; en el primer episodio, en una escena que transcurre en el Gay Pride de San Francisco, es agredida por una activista LGBT que le critica que, siendo biológicamente hombre, se haga pasar por mujer para estar con una mujer.
Fuera de la ficción y planteando situaciones prácticas que suscita el tema, la filósofa y especialista en bioética Diana Cohen Agrest señala una contradicción: "Al rechazar toda forma de esencialismo (ser hombre o ser mujer como propiedad inescindible de la persona), esa autoasignación identitaria puede ser transitoria y variar reiteradamente a lo largo del tiempo, registrándose dichos cambios subjetivos y aleatorios en los documentos que acreditan quiénes somos. Concretamente: la ley me autoriza a cambiar mi nombre cuantas veces yo me autoperciba diferente de como me autopercibía. Pero lo cierto es que somos seres sociales, y si soy quien soy, lo soy en relación con los otros", afirma, y concluye: "Reducir la identidad a la autopercepción es falsear una realidad: somos seres sociales".
Quizás el definitivo signo de cambio esperable para este siglo sea que la mirada del otro logre ser tan flexible como la identidad de quienes necesitan, desean o, sencillamente, optan por cambiar en sí mismos algo más profundo que la ropa, el peinado o el modelo de auto. Después de todo, como decía La Agrado, uno de los personajes del film de Almodóvar Todo sobre mi madre, "una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma".