Testimonios de jóvenes trans que hablan de cómo fueron sus primeros años de vida; por qué se empieza a notar un cambio de paradigma en materia de identidad de género.
En materia de identidad de género empieza a vivirse un cambio de paradigma mundial que en la Argentina se hace eco: la manifestación de niñxs trans es cada vez mayor, la edad en que empiezan a visibilizarse se reduce y cuando los padres consultan ya no preguntan cómo curo a mi hijx sino cómo puedo acompañarlx con amor.
Según una encuesta del Hospital Durand, referente en el tema, ocho de cada diez adultos trans que consultan percibieron antes de los cinco años una identidad de género diferente a la asignada al nacer y la mayoría vivió ocultándola. De allí que ahora se perciba un Gender revolution (Revolución de género), como tituló la última revista National Geographic.
Adrián Helien, coordinador del Grupo de Atención a Personas Transgénero del Hospital Durand, responsable de ese estudio, dice: "Ante la fuerte represión de los padres muchos chicxs optaron por no manifestarse, se lo guardaron. Esto repercute en la construcción de su identidad y afecta su destino como persona. Por eso es tan importante aceptar al hijx tal cual es, acompañarlx con amor, saber que todos somos diversos y normales, que no hay una patología sobre la identidad de género".
Alan Otto Prieto es un varón trans de 30 años, un sobreviviente (según cifras oficiales, los adultos trans tienen 9 veces más riesgo suicida). Él es el superhéroe de su propia historia. Para Alan, recordar su infancia es doloroso y, a la vez, -cree- una oportunidad para proyectar un horizonte distinto, para promover infancias trans felices. "A lo largo de mi niñez y adolescencia tengo el recuerdo de incontables momentos en los que ese devenir mujer que la sociedad me demandaba estaba en las antípodas de lo que yo deseaba. Yo quería ser el más varonil de todxs", dice. "Por años tuve un pésimo comportamiento en la escuela y en otros ámbitos. Mientras todxs buscaban inducirme a ser una princesita, ser suave y sensible, jugar con otras niñas, yo quería ensuciarme".
Alan nació en la ciudad patagónica de Las Heras, en Santa Cruz, el sitio al que eligió volver luego de vivir varios años en Buenos Aires. En la Capital pudo asumir su identidad y comprometerse en el activismo trans para aportar experiencia, información y algo del amor que de pequeño le fue negado. "Sin dudas, uno de los episodios que más marcó mi niñez fue la conducta del padre de unos amigos. Vivía a tres casas de la mía y, cada vez que pasaba cerca, me señalaba riéndose y me llamaba marimacho. Esos adultos que supuestamente debían velar por infancias felices no hacían más que infligirnos daño, hacernos sentir avergonzados por quienes éramos".
Alma Sánchez nació con genitales de varón hace 47 años en Santa Rosa de Río Primero, en Córdoba, el pueblo natal del cura Brochero. Su padre era maestro rural en un paraje cercano, La Cañada, que hoy ya no existe (el océano verde de la soja arrasó con árboles, ranchos, escuela, pájaros). Allí vivió ella con su familia hasta que su padre se jubiló y todos volvieron a Santa Rosa; luego ella, a Córdoba capital, hasta que en 2006 decidió mudarse a Buenos Aires. Recién a partir de entonces, ya con casi 40 años, empezó a animarse a dar a conocer su identidad femenina, su verdadera versión de sí misma.
"El registro que tengo de mi infancia tiene que ver con una natural percepción de mí como una niña. Eso les pasó a todas las personas transexuales que conozco. Ante esto que yo sentía, mis comportamientos lógicos eran los de una niña. Y ahí fue cuando aparecieron los primeros reproches. Ahí apareció ¡el problema! Yo me preguntaba: ¿Cómo es que todos ellos -padres, hermanos, el mundo- no se dan cuenta de que soy una niña? Y, en ese momento, mi nombre masculino y mi pene no fueron demasiado importantes. A la vista de un adulto sí lo eran, comprendí después. Yo decía: "Y bueno, tengo un pene y ¿con eso qué?, si lo mismo soy una nena"; "Me llaman Felipe", pero llámenme como quieran que yo no soy Felipe". Es decir, no racionalizaba eso como problema, lo vivía desde lo sensible".
El coordinador del Grupo de Atención a Personas Transgénero del Durand, dice: "Las primeras manifestaciones son, en muchos casos, preverbales; se trata de pequeñxs que comunican algún grado de disconformidad genérica ya sea porque rechazan su propia ropa, porque eligen un trapito para tener pelo largo como las nenas, porque sufren frente a los juegos que se les proponen y a algunos les empieza a molestar el nombre que tienen". Aclara que en cada niñx es diferente esa visibilización y la angustia que conlleva.
Sin ser del todo consciente Alma fue haciéndose cargo del "problema" que le señalaban los adultos y asumió la triste y difícil tarea de "esconder" a esa niña lo más posible, de alojarla en el lugar de los sueños. "Me hice muy soñadora y las secuelas de eso es que aún hoy me cuesta tener la atención concentrada por mucho tiempo y tiendo al divague o a soñar despierta. Lo tomo como secuelas de lo que me tocó vivir. Yo era una niña y no me dejaban serlo, pero sabía que, si me aislaba y entraba en mis sueños, sí lo era".
Santiago Thomas Romero Chirizola es un varón trans de 23 años. El recuerdo de su niñez que elige compartir se remonta a sus cuatro años, en el jardín de infantes al que iba en San Luis, la ciudad donde nació. "Iba al jardín público Lucio Lucero donde las nenas jugaban en las hamacas y casitas del patio y los nenes con ruedas que giraban por todo el patio imaginando ser autos y camiones que volaban y escapaban de la policía. A mí me dejaban usar una rueda chiquita y de colores (la más lenta). Yo era feliz, era todo un logro no tener que jugar a la casita. Tenía un amigo, Gonzalo, que me ayudaba a conseguir esa rueda cada día, porque eran pocas y se peleaban entre los varones por adueñárselas. Había días que la fuerza desigual, simbólica y práctica de poder hacía que me quedara sin mi ruedita; entonces, recuerdo ir a sentarme en la puerta de una casita a mirar cómo jugaba el resto".
En la escuela primaria, Santiago dice que no encontró ningún espacio de libertad, de juego, sólo cariño desarrapado. "Me pasaron a una escuela privada, católica y de mujeres. Se me cortaron las alas, odiaba ese lugar. Mi mamá siempre me recuerda como una niña triste a la que no sabía cómo ayudar", dice. Él recuerda que buscaba como un salvavidas generar algún momento de juego. "En el barrio era mi revancha: a los seis años empecé a salir a jugar al fútbol (los momentos más felices y difíciles a la vez). Me costaba mucho, me daba vergüenza porque nadie terminaba de avalar que estuviera ahí pero, a su vez, yo me ganaba el aprecio y los amigos que me dejaban jugar. El mundo varonil se presenta violento, hostil. Aprendí a pegar piñas, a jugar sucio, a mostrarme más fuerte que los otros (los que tenían pito) para poder sobrevivir".
Para Alan, también el barrio fue liberador, porque allí se disponían las tardes de juegos sin tanta etiqueta normalizadora. "En el barrio tenía lxs mejores amigxs que podía soñar, todxs ellxs, y especialmente Yanina, me dejaban ser libre. Me buscaban siempre para jugar y me hacían el aguante. Éramos niñxs con familias muy diversas: algunos con mamá y papá, otros solitos con sus mamás. Pero siempre nos sentíamos segurxs de nuestro vínculo de afecto. Nos conteníamos lxs unxs a lxs otrxs en un universo que siempre nos estaba subestimando", relata.
Como a Santiago, a Alan el barrio le enseñó a sobrevivir al mundo varonil. "Me hizo ser igual, jugar como arquero del equipo sin importar lo que los pibes de otras manzanas dijeran de mí; el barrio fue mi lugar en el mundo en cada casa que nos construíamos para escabullirnos de realidades familiares, a veces dolorosas, en cada excursión para cazar lagartijas o en cada grito que anunciaba la hora de jugar".
"Vuelvo a Yanina", dice Alan, y sigue recordando esa trabajosa infancia. "Con ella experimenté muchas primeras preguntas sobre mi identidad. Una vez, por ejemplo, intentamos hacer pis paradxs y, obviamente, nos meamos los pantalones. Nos reímos mucho de eso en nuestra inocencia infantil. Lo sentíamos como parte de un juego pasajero, pero había algo más".
Abandona la frase allí, como instalando una pregunta. Y sigue desnudando su infancia, exponiéndola con su relato: "Yo sufría cada vez que me regalaban algo de Frutillitas, muñecas o vestidos. Yo quería pistolas de agua y los zapatos Kickers para la escuela. En una Navidad los conseguí: no me los sacaba ni para dormir". Su sonrisa es un aletazo divino.
El psicólogo Alejandro Viedma explica que cuando los padres caen en la cuenta de que tienen un hijx que podría ser trans entran en conmoción porque no saben cómo manejar la situación y tampoco encuentran mucha ayuda afuera, ni de parte de profesionales ni de otras personas. "Gran parte de la sociedad tiene una mirada que juzga a las personas trans y esa crítica muchas veces se dirige hacia los padres de estos niñxs. Entonces, los adultos interiorizan un superyó muy severo, que hace que se pregunten: ¿en qué fallamos?, un interrogante acompañado por sentimientos de culpa, dolor y vergüenza", dice.
Hace 20 años, cuando chicxs como Alan o Santiago transitaban su infancia, sin ni siquiera la posibilidad de discutir acerca de una ley de identidad de género, todo era más difícil. Viedma, un profesional especializado en temas de diversidad sexual, nota un cambio de paradigma en los últimos años: antes los padres acudían para tratar de resolver "el problema" del hijx, para que "se cure" y, últimamente, se acercan para buscar y adquirir herramientas, información para poder comprender y acompañar a ese hijx, para poder respetarlo y aceptarlo tal cual es.
"Eso sucede si primero se dueló a aquel hijo que se tuvo y en el cual se depositaron muchas expectativas, según se esperaba por su sexo biológico y su género. El proceso puede ser penoso y largo, y sólo se lo traspasa con el amor y la capacidad de empatía. La comunicación fluida entre padres e hijxs es fundamental para celebrar la individualidad de cada quien, para conocer bien a ese otro. Porque se debe entender que la persona trans tiene la convicción interna de sentirse con un sexo distinto al que le asignaron y eso lo lleva a que no claudique en el camino de querer y necesitar expresar su identidad autopercibida, el género que siente como propio".
Liliana y Daniel son padres de un varón trans que hoy tiene 24 años. "Tus primeros pasos alrededor del añito de vida transcurrieron en el patio de la abuela Sara y se fueron afianzando hasta correr con un fútbol que se conectaba con la intimidad de tu ser. La preferencia por los autitos que les pedías a los reyes magos también nos fue señalando un camino que de alguna manera seguimos intuitivamente", escriben en una carta dirigida a su hijx en la que desandan su recorrido. "El alejarnos de casa hacía que pudieras respirar más libertad. Unas vacaciones en Viña del Mar las disfrutaste jugando en el mar con bermudas celeste".
Relatan que durante toda la escuela primaria se sucedieron las batallas para ir a comprar ropa, batallas que ganaban ellos como padres. "Tengo que reconocer con dolor que conservo fotos de un niñx triste que, por complacer, cedía y allí venía la incoherencia. Recuerdo que un nudo me atravesaba la garganta. Tanto lamento mi ignorancia, qué fácil hubiera sido haberlo entendido desde entonces, cuántas lágrimas te hubiera evitado hijx mío". La extensa carta publicada por estos padres en la guía de buenas prácticas en salud para personas trans de la organización Capicüa termina diciendo: "Para el amor de madre no importa si es hijo, hija o lo que sea. A la increíble persona que sos la sigo teniendo por siempre. Te queremos y estamos orgullosos de vos".
Cuando a Alan se le pregunta por sus padres, dice: "Sé que ellxs hacían lo que podían. Era difícil para mi mamá entender por qué yo siempre andaba despeinado, rodeado de varones y con la ropa sucia". Y el juego, lo más constitutivo de toda infancia, vuelve al discurso de Alan como un remanso. "Pero aun así, mi vieja siempre me dejó jugar", reconoce. "El problema venía en la época de los cumpleaños y las fiestas, cuando ella quería que yo fuera una nena como cualquier otra. Entonces peleábamos y ganaban la represión y los mandatos".
Cuando a Alma se le pregunta por sus padres, dice: "Yo soy padre de cuatro y lo que pienso es que hay que dejar ser a los niños. Y, si tenés un hijo o hija transexual, déjalo ser. Acompañalx con amor y ya".
Cuando a Santiago se le pregunta por sus padres, responde sin dudar: "Ellxs son sobrevivientes de esta sociedad. Más que aciertos y errores, hubo confusión, dolor y desconcierto. Nadie te enseña cómo criar a un niño libre; menos, a un niñx trans. Ellos me acompañaron, no me dejaron en la calle. Vivieron cada injusticia a mi lado así como también fueron protagonistas y me ayudaron a abrir cada puerta". Recuerda cuando en la adolescencia se cortó el pelo, se tapó las tetas y le dijo al mundo que me llamaba Santiago Thomas. "Ahí estaban mis viejos: firmes y confundidos, tristes e incomprendidos acompañándome en mi decisión".
¿Cómo promover infancias trans felices? Alan lo responde con su experiencia. "A cualquier persona que ejerza la crianza de niñxs les digo siempre: permitan a sus hijxs libertad, déjenlxs ser distintos, impulsen el deseo y la curiosidad, no teman responder preguntas incómodas".
No hay una sola manera de transitar el género, ni manuales que enseñen a ser padres, hermanos, familia de un niñx trans. Las vivencias apuntan que más que centrarse en el "problema", la oportunidad es abrirse al "amor". Propone Alan: "Nuestras vidas deben ser de amor y felicidad y no por el simple hecho de ser trans alguien puede venir a violentarnxs o reírse de nosotrxs. Pensemos en las nuevas generaciones: lxs niñxs trans de hoy tienen que ser felices. Nosotrxs ya pagamos el costo de visibilizar nuestras realidades, es hora de que seamos todxs un poco más amadxs y menos señaladxs".
Por respeto a la norma de uso de los entrevistados, la letra "x" reemplaza la "a" y la "o".
Verónica Dema | La Nación